jueves, 20 de septiembre de 2012

Septiembres que duran inviernos que tragan almas.

Pero la ciudad se ha vuelto gris y los cuervos anuncian una muerte segura que golpea con brutalidad todas las esquinas y las aceras. El viento me araña con sus garras y siempre que puede se lleva algo mío cuando pasa. Ya no estoy esperando lo que antes esperaba, los sueños del pasado ahora pertenecen al tesoro que me ha robado el ulular de esta ciudad. Almas vagabundas nunca se encuentran a salvo en casa. Y así sigo el camino, he contado todas las baldosas de los suelos que han tapiado mis ruinas. En total son cuatro millones novecientos veintisiete baldosas grises. Las he pisado todas, las conozco una a una. Sé que nunca serán de nadie antes que mías. Yo he escuchado sus canciones bajo la luna cuando el día se hace oscuro y el silencio da paso al rebullo de pensamientos, que piden turno para invadirme en secreto, ahora que por fin tengo tiempo para pensarme y reencontrar algo que quizá nunca haya perdido, sólo enterrado.

Lo mejor que tienen las ciudades son las noches, porque son la verdad que nadie se atreve a contar. Todos los secretos son valientes tras caer el sol, todas las verdades se gritan más fácil cuando el ruido se ha apagado y nadie puede oírte en las sombras. Y a pesar de que hoy las certezas no tengan importancia alguna yo aún sigo demandándolas, aunque sea solo dentro de mi, porque por fuera ya no valen nada. Es algo a lo que intento aferrarme cuando se acerca la brisa, que hace tiempo que intento reconciliar con la vida. Eso y las ganas de salir huyendo. Estoy cansada de tantos rostros demacrados por la propia crueldad de los que dicen lucirlos, de leer la arrogancia innegable, y sobre todo el victimismo en los gestos de la gente. La noche tiene una extraña calma, una armonía que atemoriza y un equilibrio inquietante: todo es tan transparente como debería ser, todos se muestran como son, dejan de rehuír a los espejos, que lloran porque aún tienen lágrimas, rotos por no ser usados.

Pero la noche no es eterna, cuando agoniza y el alba me amenaza hago la maleta, recojo mis cuatro millones novecientos veintisiete baldosas, todas ellas frías e inertes, y me dejo morir con ellas hasta el próximo atardecer, que aguarda en algún lugar, escondido tras alguna montaña.


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