
Entonces pisas el acelerador y mientras, sin querer, tu mirada se escapa hasta el retrovisor. En este viaje tu tiempo corre contigo y reta a la ebriedad, a tu vida perdida, que se va quedando atrás, olvidada y marchita. Y tú la miras de nuevo, de reojo, a través de ese retrovisor salpicado con el barro de la lluvia. La carretera dibuja espirales a tus pies y tú solo puedes pensar en aumentar la velocidad, porque últimamente es lo único que sabes hacer y lo único que te hace sentir bien. A salvo. Entonces te das cuenta de que todo tarde o temprano acaba, a tu derecha el semáforo se ha tornado del color de la sangre y tienes que frenar. Tienes que cambiar. Decides parar, y cuando lo haces, la inercia de las promesas te impulsa hacia delante. Porque eso es lo que hacen las promesas incumplidas, las promesas olvidadas. Dejan cabos sueltos que te atrapan en un pasado que jamas volverá, y para cuando te das cuenta, ya es tarde. Has frenado. La moto deja de avanzar pero tú no, y tu vida sale disparada a cien por hora mientras dejas de mirar al retrovisor y tu mundo deja de girar. Entonces ves frente a tí todo lo que creías lejos. Descubres que había estado delante tuya todo este tiempo y que no lo habías sabido ver. Y cuando disminuye la velocidad y todo está en calma, descubres que hoy hace un buen día, que el barro de la lluvia que inundaba los espejos de tu moto no eran más que manchas en tu pasado. Descubres que la calle hoy huele a flores y no te habías fijado. Que en el coche de al lado está sonando tu canción favorita. Pequeños detalles que habías ignorado. Pero no te habías dado cuenta de todo esto hasta que te has dado de bruces contra el suelo. Hasta que has fallado, hasta que has perdido esta carrera contra el horizonte. No te das cuenta hasta que algo o alguien no te obliga a frenar el ritmo que tarde o temprano iba a acabar contigo.
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