sábado, 4 de agosto de 2012

El tiempo es tiempo, y la vida a veces muerte.

La admisión de un error puede llevar mucho tiempo. Semanas, meses, incluso años. La percepción que se tiene de uno mismo siempre nos intenta convencer de nuestra inocencia. Pero es una inocencia vendida a un precio quizá demasiado barato, casi regalada, porque no vale nada y pronto se desgasta o se consume igual que un cigarrillo en una noche solitaria. Pero siempre se puede enterrar un error. O maquillarlo y disfrazarlo para intentar engañar a nuestro subconsciente, o peor y más atrevido aún, a nuestra conciencia. Y cuando se entierra un error significa que no ha sido asumido ni reconocido, ni siquiera perdonado. Cuando un error se entierra, no solo se está ocultando a los demás si no que también a uno mismo. Y entonces surgen los remordimientos, que siempre han estado ahí pero sólo florecen en determinadas ocasiones, pero cuando lo hacen, te sacuden salpicándote de pasado y de huellas marcadas. La culpabilidad puede mover montañas, y el reconocimiento quizá sólo unos cuantos sentimientos mal sentidos que nunca estuvieron a prueba de balas.

Y así, sin más, cuando la herida aún sangraba, apareciste tú con tu verdad escrita en la frente y esas palabras grabadas a fuego en la boca. Pronunciaste en voz alta lo que yo nunca me había atrevido a pensar, y además lo hiciste sin darte cuenta, mientras en mi se estaba removiendo hasta la última célula por un golpe del pasado y en mi nuca sentía aún el aliento de alguien, quizá un fantasma, que pensaba que ya había olvidado.


Sigo sin entender la diferencia entre volar y caer.

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