miércoles, 4 de abril de 2012

Arpegios olvidados.

La casa hacía nacer una antena parabólica que daba sombra a una vieja veleta, de la que surgían únicamente tres direcciones. Encontraba cierto consuelo en que ese ruidoso y chirriante chisme que la despertaba por las mañanas también hubiera perdido el norte. Al atardecer su sombra se fundía con la de los chopos, que hacían espirales entre sus ramas y dibujaban figuras temerarias en una pared de adoquines blancos. Hacía siglos que los cuervos no se atrevían a adentrarse en aquellas ruines calles, a pesar de que era el único sitio en el que yo podía respirar, el único sitio del mundo que no cambiaba de parecer a la llegada de nuevos individuos, el único y desafiante que no envidiaba a las limpias calles infestadas de olor a césped recién cortado de la capital. El que antes había sido un fumadero y sitio de reflexión estaba ahora disimulado entre cientos de colillas muertas, que un día estuvieron encendidas de fuego pasión y manchadas de un pintalabios carmín propio de un viernes por la tarde, en las manos de quién solo aspiraba a poder abrir la puerta a la llegada de un medio sol el sábado y de llegar al menos con una camiseta que le cubriera el dorso. La luna era efímera en mis manos, y me conformaba con que al amanecer mi piano siguiera estando al fondo del pasillo y callado de miedo para estallar en mil sonidos a mi llegada. Mi piano, con la voz ya ronca y agotada. Lleno de cigarros entre las teclas. Podridos sus pulmones. Engatusadoras sus melodías y envenenados mis dedos que lo tocan y lo han acostumbrado. Qué haría si él no interrumpiera el silencio, y llenara la decadencia que me entumece. Qué triste, y a la vez, curioso sería un pianista sin piano. Buscando las teclas en todos los cuerpos humanos, acariciando caderas y tocando melodías nuevas en los brazos ingénuos, en busca de algo que se haga sonar bien. Encontrando la música en cada rincón de cada persona, en cada mirada y en el recoveco de cualquier falda.
Quizá sea yo a la que ha acostumbrado esa caja de madera, que no me deja oir melodías si no son las suyas. Quizá sea él el que me mata por dentro, y sus teclas desgastadas casi oscuras las que impiden que encuentre música en las personas, buscando una eternidad casi prohibida, matándome en los intentos. Pero, ¿qué nos mata y qué nos hace eternos?

Lo mismo que a mi piano y a mí.





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