domingo, 26 de febrero de 2012

Los ojos son el espejo del alma, dicen.

Sólo ella lo sabía. Nadie nunca antes había recorrido esos pasillos que habían renacido en lo más profundo de su ser, llenandola de vacío. Se la comían día a día, inspiración tras inspiración. Y no eran más que un oscuro agujero descuidado y lleno de polvo. Hace tanto que la ausencia se paseaba por allí que las telarañas se habían apoderado de su corazón. La vida era una viajante nómada que no acostumbraba a echar raíces dentro de ella. Había tapado todos los espejos de su ruinosa habitación, que ya no albergaba ni siquiera el más mínimo atisbo de lo que un día fue. El tiempo siempre causa desperfectos. No quería ver su propio reflejo, y si aún existía alguna razón, era la del miedo a contemplar sus ojos inertes, mirarse y ver la verdadera realidad, la verdad que intentaba ocultarse a si misma presa de un engaño. Se le iba la juventud por la mirada; sus ojos, que habían estado tan llenos de futuro, ahora estaban sumidos en la más temible e irrazonable inexpresión. Buscó durante horas, días, meses, (quién sabe cuánto tiempo, perdió la cuenta hace mucho), algo que le hiciera sentir. No le importó el qué. Rabia, ira, pasión, celos, frustración, rebeldía, anhelo, envidia. Algo. Intentó ser una buena persona, o una mala. Una persona, al fin y al cabo.  Buscó una sensación de alivio, un big-bang que la hiciera explotar, convertirse en cientos de miles de estrellas en el firmamento y alguien que recorriera su cuerpo desnudo, cual astronauta orbitando a una supernova, respirando de una atmósfera contaminada entre sus piernas. Pintó las paredes de su ruinosa habitación como si se trataran de un lienzo incoherente, y las llenó de palabras escritas con la sangre del idioma de la decadencia.  Un día, (o quién sabe, una noche, pues había cerrado las persianas) te encontró por fin. Tú la salvaste del vacío. Inundaste su cuerpo mojándolo con un suspiro de aire frío, hermosa y dulce Locura.

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